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desdichada.
-¿Por culpa de su marido, quiere decir?
-Sí, le gustan más otras damas. Flirtea con madame de Brives.
-¿Madame de Brives?
-Sí, es un encanto -dijo Francie-. No es que sea muy joven, pero es tremendamente
atractiva. Yademás solía ir cada día a tomar el té con madame de Villepreux. Madame de
Cliché no soporta a madame de Villepreux.
-¡Santo cielo, ese hombre debe de ser un personaje de lo más ruin! -exclamó George
Flack.
-Bueno, su madre era malísima. Ésa era una de las cosas que tenían contra la boda.
-¿Quién tenía... contra qué boda?
-Cuando Maggie Probert se prometió.
-¿Así la llaman? ¿Maggie?
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-Su hermano, sí; pero todos los demás la llaman Margot. La vieja madame de Cliché
tenía una reputación horrorosa. Todos la odiaban.
-Excepto, supongo, los que la querían demasiado. Y ¿quién es madame de Villepreux?
-La hija de madame de Marignac.
Y ¿quién es madame de Marignac?
-Oh, está muerta -dijo Francie-. Era una gran amiga del señor Probert..., del padre de
Gaston.
-¿Solía ir a tomar el té con ella?
-Prácticamente a diario. Susan dice que desde su muerte no ha vuelto a ser el mismo.
-¡Ah, pobre hombre! Y¿quién es Susan?
-Madame de Brécourt, quién va a ser. El señor Probert sencillamente adoraba a
madame de Marignac. Madame de Villepreux no es tan simpática como su madre. Se crió
con los Probert, como una hermana más, y ahora coquetea con Maxime.
-¿Con Maxime?
-Ése es monsieur de Cliché.
-Ah, ya veo... ¡Ya veo! -murmuró receptivamente George Flack.
Habían llegado al final de los Champs Elysées y estaban pasando por debajo del
extraordinario arco al que sirve de pedestal ese suave promontorio y que, en su
inmensidad, incluso al espléndido París lo mira desde lo alto, y desde enfrente al
vanidoso mascarón de las Tullerías, al Louvre bañado por el río y a las torres gemelas de
Notre Dame, pintadas de azul por la distancia. La confluencia de carruajes -una corriente
ruidosa en la que se vieron envueltos nuestros amigos- fluía en dirección a la gran
avenida que lleva al Bois de Boulogne. El señor Flack disfrutaba claramente de la escena;
miraba a sus vecinos, a las villas y los jardines que había a cada lado; absorbía la
perspectiva de los boscajes marrones que se perdían en lontananza y de los llanos sen-
deros del bosque, de la hora que todavía les quedaba por pasar allí, del lugar cercano al
lago donde podrían apearse y caminar un poco; incluso del banco donde tal vez se senta-
rían.
-Ya veo, ya veo -repitió con agradecimiento-. Hace usted que me sienta exactamente
como si estuviera en el grand monde.
XI
Un mediodía, poco antes de la fecha para la que Gaston había anunciado su regreso, le
fue entregada a Francie una nota de madame de Brécourt. Le causó cierta agitación, a
pesar de que contenía una cláusula destinada a protegerla contra temores infundados:
«Por favor, ven a verme nada más recibas esto; te he enviado el carruaje. Cuando llegues
te explicaré para qué te quiero ver. A Gaston no le ha pasado nada. Estamos todos aquí».
El cupé de la Place Beauvau estaba esperando a la puerta del hotel y la muchacha no
celebró más que una apresurada asamblea con su padre y su hermana, si es que cabe
llamar asamblea a algo en lo que la vaguedad de una de las partes se topó con el
desconcierto de la otra.
-Es para algo malo..., algo malo -dijo Francie mientras se ataba el sombrero, aunque no
conseguía pensar de qué podía tratarse. Delia, que parecía muy asustada, se ofreció a
acompañarla, y ante esto el señor Dosson hizo el primer comentario de carácter práctico
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que se había permitido hasta entonces sobre la alianza de su hija.
-No, cariño: no irás. Que silben para que vaya Francie, pero que vean que no nos
pueden silbar a todos. -Era la primera muestra que daba de estar celoso de la dignidad de
los Dosson. Esta cuestión nunca le había preocupado.
-Ya sé de qué se trata -dijo Delia, a la vez que componía el atuendo de su hermana-.
Quieren hablar de religión. Tendrán allí a los curas; habrá algún obispo, o tal vez algún
cardenal. Quieren bautizarte.
-¡Más vale que te lleves un impermeable! -dijo a voces su padre mientras Francie salía
disparada.
Se preguntó, de camino a la Place Beauvau, para qué estarían todos allí; la noticia se
compensaba con la tranquilidad que transmitía la frase sobre Gaston. Les tenía aprecio
por separado, pero en su modalidad colectiva la hacían sentirse incómoda. Sus reuniones
familiares tenían siempre algo de tribunal. Madame de Brécourt salió al vestíbulo a
recibirla, arrastrándola rápidamente a un cuartito (no era el salón; Francie lo conocía por
el nombre de la «habitación privada» de la anfitriona, un gabinete precioso), donde, para
gran alivio de la muchacha, no se hallaba reunido el resto de la familia. Aunque adivinó
al instante que estaban cerca: que estaban a la espera. Susan estaba sofocada y rara; tenía
una sonrisa extraña; la besó como sin darse cuenta de que lo hacía. Se rió al saludarla,
pero era una risa nerviosa; estaba distinta a como la había visto Francie hasta entonces.
Para cuando nuestra joven amiga hubo percibido todas estas cosas, se encontraba sentada
a su lado en un sofá y madame de Brécourt le estaba agarrando la mano, apretándosela
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