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ofensas no quiere perdonar y sobre cuyas incógnitas no quiere interrogarse porque su
adúltero concubinato con el espectro de su intimidad le fuerza a olvidar y deformar su único
vínculo legítimo. Fue algo también combinado con la luz, como si luz y espejo hubieran
tratado de distraer su atención con un reflejo casual a fin de que no reparara en el ruido
postrero del picaporte, mucho más abajo. Luego volverá a él, ya transformada en una abuela
mitómana, a compartir con él ese apasionado mare mágnum de ilícitos amores y
enclaustrada grandeza que, al tiempo que aporrea la puerta cerrada, se magnifica por el
mismo impulso de la ira o la vergüenza para adoptar una actitud altanera frente al espejo de
la alcoba. ¡Cuánto le hablaría de la comedia representada frente a ese espejo -ese monstruo
de la doblez y la enajenación- en cuyo helado interior se va a desarrollar en los años
siguientes toda la inmunda descomposición de un apetito frustrado, entre cuyos furtivos
brillos se va a producir la completa inversión de un orden que, carente de una sola partícula
de amor, no tendrá más remedio que devorarse a sí mismo para restituirse a la estabilidad de
la podredumbre, de la ruina, de la sinrazón y del orgullo! Pienso que supo en seguida
engañarla con una imagen falsa que tomó sólo la mitad demente de su pasión mientras la
otra mitad se resistía -por los pasillos silenciosos y el sótano en penumbra- a creer en aquel
ruido fatídico, el clic terrible que sonó allá abajo apenas más perceptible que la caída de un
alfiler o el chasquido de un relé que detuvo el mecanismo de la casa, que rompió el frágil
precinto que preservaba nuestra edad ninfa de las venganzas, vicisitudes y contradicciones
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de un tiempo pigre y marrullero. Era el adiós; la joven que ante el espejo compone su figura y
retoca su peinado adivina en seguida -al igual que el celador experto percibe, por encima del
zumbido de la central, el disparo de la válvula- las horas de vejez y soledad que se avecinan
tras el ruido del picaporte. Apenas vestida correrá escaleras abajo, romperá las cerraduras y
los cristales, aporreará las puertas y atravesará todos los pasillos hasta que de improviso (el
eco del abandono se ha extendido por doquier) la mitad cuerda se encuentra encerrada en la
nueva crisálida gaseosa del desamparo mientras la otra mitad, indiferente y sarcástica,
ensaya los pases de baile al compás de su propio silbar. En esas circunstancias pocas veces
se produce la renuncia, llega antes una especie de acomodo a la miseria -mitigada por las
fábulas- del mismo carácter que aquel insolente y degradante apego al bienestar; es ese
apego el que aguanta, el que no tolera los cambios, el que, esas raras noches de los finales de
verano, volverá a encender un cirio para contemplar las fotografías de antaño y rogar, entre
lágrimas, hipidos, estertores y trémolos al Numa, una venganza radical. Existe un paraje,
muy cercano al que usted anda buscando, al que podríamos llamar el tabernáculo de la
ruina. Le diré dónde es: pasado el Burgo Mediano, un pueblo deshecho desde la guerra, hay
que tomar la carretera que sube hacia Mantua y pararse en un pueblo que llaman El
Salvador. Ya se imaginará usted por qué lo llaman así. En verdad, sólo la torre de su iglesia
permanece en pie. Era un pueblo, sin embargo, situado en un paraje único, en una vega
amena y fértil enclavada en el centro del circo de montañas; así que desde esa torre aparece
toda la Sierra de Región como al alcance de la mano; en el centro, y en el norte justo, el
Monje cuya enigmática presencia se columbra hasta en las noches más negras; y al este,
mucho más lejos en apariencia y siempre orlado de nubes, el Malterra..., la verdad, no sé de
qué me asombro. Esas noches de que le hablo (y acostumbra a ser en septiembre) un par de
fechas después de haber sido visto el coche por la carretera de Región, acuden al campanario
unas cuantas personas que ya no pueden vivir sino a expensas del sacrificio. El viaje es
largo, sin duda, para hacerlo a pie, pero el premio lo compensa todo. No olvide usted que lo
que está en juego es una clase de supervivencia; ni más ni menos. Apenas cogen allí y
aunque las noches son cálidas y despejadas en torno a la torre -que las cornejas abandonan
para tal ocasión, tal como los vecinos y propietarios de un pueblo invadido por los
veraneantes- no se oyen sino invocaciones y lamentos, ese chisporroteo senil de mil deseos
abortados medio siglo atrás que afloran a los labios para subir al cielo en una interminable
fumarola de susurros. Pues allí, en Mantua, escondido entre los ardientes espinos, las
verbenas y los espliegos, duerme nuestra postrer esperanza; o no, acaso no duerme nunca;
es torpe, viejo y tuerto y -al decir del vulgo- de su bandolera cuelga todo un rosario formado
con las muelas de oro que ha arrancado a sus víctimas; a la llegada del otoño, cuando da por
terminada su temporada de caza, acostumbra a cantar una canción muy larga y muy triste,
que viene a durar diez o veinte días, en la que se narra la desgraciada historia de aquella
unidad carlista que se refugió en el valle, y que, trivializada, despojada de su poder
hipnótico, adecuada a una letra populachera -"por un pedazo de pan" o "vosotros, los del
metal"- se entona con voz desafinada en todas las terrazas habitadas de Región, las mañanas
del alivio. En invierno se viste como un pastor de la taiga, una pirámide de lanas vírgenes
coronada por un morrión de pieles de zorro y conejo, anudadas salomónicamente, y bajo el
que se mueven continuamente sus ojos pequeños, negros y vivaces, que no tienen necesidad
de mirar para saber dónde pisa, dónde se agita la hojarasca y dónde se estremece el
matorral. Su historia ---o su leyenda- es múltiple y contradictoria; se asegura por un lado
que se trata de un superviviente carlista que -con más de ciento y pico de años- del odio a las
mujeres y a los borbones saca cada año nuevas fuerzas para defender la inviolabilidad del
bosque; por el contrario, también cunde la creencia de que su existencia se remonta a
muchos años y decenios atrás: un monje hinchado de vanidad que abandona la regla cuando
la intransigente reforma moderadora trata de restringir el consuelo del vino... Se afirma
también que no se trata sino de un militar que todos hemos conocido y que, habiendo amado
a una mujer hasta la locura, se fugó despechado y se retiró allá para ocultar sus voluntarias
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mutilaciones y cobrar venganza en el cuerpo de sus seguidores. No parece inverosímil; yo no
digo que tales cosas no puedan ocurrir también en este siglo, pero sí afirmo que entonces,
quiero decir, antes, tenían unas consecuencias más nefastas. Lo que sí parece cierto, es que
siempre espera a la noche para empezar a actuar. Algunas se hacen interminables, el oído
agudizado en la dirección del horizonte donde por última vez se vislumbró el resplandor de
los faros; es la espera de la confirmación de ese límite que la miseria ha impuesto a la
supervivencia para consagrar su condición, en un rellano de la escalera del campanario. En [ Pobierz całość w formacie PDF ]

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