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de su marido poco a poco, y a su manera, y a su gusto y dándoles el gran chasco. ¡Vaya si había sido
siempre una mujer especial, superior!
Serafina, por disposición de Mochi, que quiso halagar los sentimientos religiosos del concurso, cantó
una plegaría a la Virgen, de un maestro italiano. El público, en cuanto cayó en la cuenta de que se trataba
de ponerse en relación con la Divinidad, dejó de hacer ruido con las sillas y los cuchicheos, se recogió
todo lo que pudo y oyó en silencio, como dando a entender que él no sólo comprendía la sublimidad de
los misterios dogmáticos, sino también la misteriosa relación de la música con lo suprasensible. Serafina,
que tanto hubiera dado semanas atrás por haber sido invitada a pedir para los pobres a la puerta de la
Leopoldo Alas «Clarín»: Su único hijo
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iglesia, aprovechaba aquella ocasión para dar prueba de su acendrada religiosidad, deshaciendo así los
rumores que habían corrido de que era protestante. La verdad es que estaba muy hermosa con aquel aire
de modestia y de piedad recatada, con aquella frente purísima, algo grande, algo convexa... y, sin embargo,
llena de expresión familiar, dulce, y en aquel momento religiosa; las ondas del cabello claro, sirviendo de
marco vaporoso a la curva suave de aquella frente pura y blanca, eran símbolo de una idealidad que se
perdía en el ensueño poético.
Bonis, en cuanto oyó la voz de Serafina elevarse en el silencio del salón, sin pensar en lo que hacía,
sin poder remediarlo ni querer remediarlo, como atraído por un imán, se aproximó al umbral de la puerta
más lejana para escuchar desde allí. La plegaria italiana, sin ser cosa notable ni muy original, era música
buena para aficionados, música de sentimiento, lenta, suave, nada complicada, de un patos muy tolerable
y sugestivo. «¡Ay, pensó Bonis, la paz del alma! En otro tiempo, no hace mucho, yo amaba la pasión, que
sólo conocía por los libros. Pero la paz... la paz del alma, también tiene su poesía. ¡Quién me la diera!,
¡ay, sí!, ¡quién me la diera! Así era, como aquella música: dulce, tranquila, sentimiento serio, fuerte a su
modo, pero mesurado, suave, amigo de la conciencia satisfecha, amando el amor dentro del orden de la
vida; como se suceden las estaciones sin rebelarse, como corren la noche y el día uno tras otro, como
todo en el mundo obedece a su ley, sin perder su encanto, su vigor; así amar, siempre amar, bajo la
sonrisa de Dios invisible, que sonríe con el pabellón de los cielos, con el rozarse de las nubes y el titilar
de las estrellas!» «Mi Serafina, mi mujer según el espíritu, recuerdo de mi madre según la voz; porque tu
canto, sin decir nada de eso, me habla a mí de un hogar tranquilo, ordenado, que yo no tengo, de una
cuna que yo no tengo, a cuyos pies no velo, de un regazo que perdí, de una niñez que se disipó. ¡Yo no
tengo en el mundo, en rigor, más parientes que esa voz!» ¡Cosa más particular! Cuando pensaba así, o
por el estilo, Bonis, de repente, creyó entender que el canto religioso de Serafina llegaba a narrar el
misterio de la Anunciación: «Y el ángel del Señor anunció a María...» ¡Disparate mayor! ¡Pues no se le
antojaba a él, a Bonis, que aquella voz le anunciaba a él, por extraordinaria profecía, que iba a ser...
madre; así como suena, madre, no padre, no; ¡más que eso... madre! La verdad era que las entrañas se le
abrían; que el sentimiento de ternura ideal, puro, suave, pacífico que le inundaba, se convertía casi en
sensación, que le bajaba camino del estómago, por medio del cuerpo. «¡Esto debe de ser, pensaba, en
eso que llaman el gran simpático! ¡Y tan simpático! Dios mío, ¡qué delicias; pero qué extrañas! Estas
parecen las delicias de la concepción. ¡Oh, la música así, como ésa, con esa voz, me vuelve casi loco! Sí,
sí, disparatado era todo aquel pensar; pero, ¡cómo llenaba el alma! Más que el amor mismo, con otra
clase de amor nuevo... menos egoísta, nada egoísta... ¡qué sabía él!» Tuvo que apoyar la cabeza en la
madera fría del quicio y volverla hacia el gabinete, porque los ojos se le oscurecían, llenos de lágrimas,
y no quería que nadie le viese llorar. «Bueno sería, pensó mientras se iba serenando, que ahora me
preguntase Emma, por ejemplo: -¿Por qué lloras, badulaque? -Pues lloro de amor... nuevo; porque la
voz de esa mujer, de mi querida, me anuncia que voy a ser una especie de virgen madre... es decir, un
padre... madre; que voy a tener un hijo, legítimo por supuesto, que aunque me le paras tú, materialmente
va a ser todo cosa mía.» No, no pensaba él que el hijo fuese de la querida, eso no; que Serafina perdonase,
pero eso no; de la mujer, de la mujer... pero de cierta manera, sin que la impureza de las entrañas de [ Pobierz caÅ‚ość w formacie PDF ]

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