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más, porque la hija de Polícrates tuvo entre sueños una visión infausta,
pareciéndole ver en ella a su padre colgado en el aire, y que Júpiter la
estaba lavando y el sol ungiendo. En fuerza de tales agüeros, desha-
ciéndose la hija en palabras y extremos, pugnaba en persuadir al padre
no quisiera presentarse a Oretes, tan empeñada en impedir el viaje, que
al ir ya Polícrates a embarcarse en su galera, no dudó en presentársele
cual ave de mal agüero. Amenazó Polícrates a su hija que si volvía
salvo tarde o nunca había de darle marido. -«¡Ojalá, padre, sea así!
responde ella; que antes quisiera tarde o nunca tener marido, que dejar
de tener tan presto un padre tan bueno.»
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Entre el tiempo en que Minos tuvo el imperio del mar de Grecia, y aquel en
que vivió Polícrates, hubo muchos pueblos que mantuvieron el dominio naval.
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Este era el nombre propio del templo de Juno, en Samos.
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Los nueve libros de la historia donde los libros son gratis
CXXV. Por fin, despreciando los consejos de todos, embarcóse
Polícrates para ir a verse con Oretes, llevando gran séquito de amigos y
compañeros, entre quienes se hallaba el médico más afamado que a la
sazón se conocía, Democedes, hijo de Califonte, natural de Cretona.
No bien acabó Polícrates de poner el pie en Magnesia, cuando se le
hizo morir con una muerte cruel, muerte indigna de su persona e
igualmente de su espíritu magnánimo y elevado, pues ninguno se halla-
rá entre los tiranos o príncipes griegos, a excepción solamente de los
que tuvieron los Siracusanos, que en lo grande y magnífico de los
hechos pueda competir con Polícrates el Samio72. Pero no contento el
fementido Persa con haber hecho en Polícrates tal carnicería que de
puro horror no me atrevo a describir, le colgó después en una aspa.
Oretes envió libres a su patria a los individuos de la comitiva que supo
eran naturales de Samos, diciéndoles que bien podían y aun debían
darle las gracias por acabar de librarlos de un tirano; pero a los criados
que habían seguido a su amo los retuvo en su poder y los trató como
esclavos. Entretanto, en el cadáver de Polícrates en el aspa íbase verifi-
cando puntualmente la visión nocturna de su hija, siendo lavado por
Júpiter siempre que llovía, y ungido por el sol siempre que con sus
rayos hacia que manase del cadáver un humor corrompido. En suma, la
fortuna de Polícrates, antes siempre próspera, vino al cabo a terminar,
según la predicción profética de Amasis, rey de Egipto, en el más de-
sastroso paradero.
CXXVI. Pero no tardó mucho en vengar el cielo el execrable su-
plicio dado a Polícrates en la cabeza de Oretes, y fue del siguiente
modo: Después de la muerte de Cambises, mientras que duró el reina-
do de los Magos, estuvo Oretes en Sardes quieto y sosegado, sin cuidar
nada de volver por la causa de los Persas infamemente despojados del
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Debe entender el autor por tiranos de Siracusa a Gelon y a Hieron el Viejo,
célebres por sus virtudes y amor a las artes. En cuanto al juicio sobre
Polícrates, no se dude de su talento superior, de su magnificencia y protección
a Pitágoras y a Anacreonte; de su humanidad para con los Samios, y de su
violencia para con los extraños se habla con mucha diversidad. Acerca de su
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Herodoto de Halicarnaso donde los libros son gratis
imperio por los Medos; antes bien, entonces fue cuando aprovechán-
dose de la perturbación actual del Estado, entre otros muchos atentados
que cometió, quitó la vida no sólo a Mitrobates, general de Dascilio, el
mismo que le había antes zaherido por no haberse apoderado de los
dominios de Polícrates, sino también a Cranapes, hijo del mismo, sin
atender a que eran entrambos personajes muy principales entre los
Persas. Y no paró aquí la insolencia de Oretes, pues, habiéndole des-
pués enviado Darío un correo, y no dándole mucho gusto las órdenes
que de su parte le traía, armóle una emboscada en el camino y le man-
dó asesinar a la vuelta, haciendo que nunca más se supiese noticia
alguna ni del posta ni de su caballo.
CXXVII. Luego que Darío se vio en el trono, deseaba muy de ve-
ras hacer en Oretes un ejemplar, así en castigo de todas sus maldades,
como mayormente de las muertes dadas a Mitrobates y a su hijo. Con
todo, no le parecía del caso enviar allá un ejército para acometerle
declaradamente desde luego, parte por verse en el principio del mando,
no bien sosegadas las inquietudes públicas del imperio, parte por con-
siderar cuán prevenido y pertrechado estaría Oretes, manteniendo por
un lado cerca de su persona un cuerpo de mil Persas, sus alabarderos, y
teniendo por otro en su provincia y bajo su dominio a los Frigios, a los
Lydios y a los Jonios. Así que Darío, queriendo obviar estos inconve-
nientes, toma el medio de llamar a los Persas más principales de la
corte y hablarles en estos términos: -«Amigos, ¿habrá entre vosotros
quien quiera encargarse de una empresa de la corona, que pide maña o
ingenio, y no ejército ni fuerza? Bien sabéis que donde alcanza la pru-
dencia de la política, no es menester mano armada. Hagoos saber que
deseo muchísimo que alguno de vosotros procure presentarme vivo o
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