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-Esa carta.
-Luego, en la calle; no será urgente.
-Por si acaso; léela aquí, por si tienes que contestar en seguida
o dejar algún recado; ¿no comprendes?
De Pas hizo un gesto de indiferencia y leyó la carta.
Leyó en alta voz. Otra cosa hubiera sido despertar sospechas.
No estaba su madre acostumbrada a que hubiera secretos para
ella. «Además, ¿qué podía decir la Regenta? Nada de particular».
«Mi querido amigo: hoy no he podido ir a comulgar; necesito
ver a usted antes; necesito reconciliar. No crea usted que son
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Leopoldo Alas, «Clarín»
escrúpulos de esos contra los que usted me prevenía; creo que se
trata de una cosa seria. Si usted fuera tan amable que consintiera
en oírme esta tarde un momento, mucho se lo agradecería su hija
espiritual y affma. amiga, q.b.s.m.,
ANA DE OZORES DE QUINTANAR».
-¡Jesús, qué carta! -exclamó doña Paula con los ojos clavados
en su hijo.
-¿Qué tiene? -preguntó el Magistral, volviendo la espalda.
-¿Te parece bien ese modo de escribir al confesor? Parece cosa
de doña Obdulia. ¿No dices que la Regenta es tan discreta? Esa
carta es de una tonta o de una loca.
-No es loca ni tonta, madre. Es que no sabe de estas cosas
todavía... Me escribe como a un amigo cualquiera.
-Vamos, es una pagana que quiere convertirse.
El Magistral calló. Con su madre no disputaba.
-Ayer tarde no fuiste a ver al señor de Ronzal.
-Se me pasó la hora de la cita...
-Ya lo sé; estuviste dos horas y media en el confesonario, y el
señor Ronzal se cansó de esperar y no tuvo contestación que dar
al señor Pablo, que se volvió al pueblo creyendo que tú y Ronzal
y yo y todos somos unos mequetrefes sin palabra, que sabemos
explotarlos cuando los necesitamos y cuando ellos nos necesitan
los dejamos en la estacada.
-Pero, madre, tiempo hay; el chico está en el cuartel, no se los
han llevado; no salen para Valladolid hasta el sábado..., hay
tiempo...
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La Regenta
-Sí, hay tiempo para que se pudra en el calabozo. ¿Y qué dirá
Ronzal? Si tú que estás más interesado te olvidas del asunto, ¿qué
hará él?
-Pero, señora, el deber es primero.
-El deber, el deber... es cumplir con la gente, ¡Fermo! ¿Y por
qué se le ha antojado al espantajo de don Cayetano encajarte
ahora esa herencia?
-¿Qué herencia?
De Pas daba vueltas en una mano al sombrero de teja, de alas
sueltas, y se apoyaba en el marco de la puerta, indicando deseo de
salir pronto.
-¿Qué herencia? -repitió.
-Esa señora; esa de la carta, que por lo visto cree que mi hijo
no tiene más que hacer que verla a ella.
-Madre, es usted injusta.
-Fermo, yo bien sé lo que me digo. Tú... eres demasiado
bueno. Te endiosas y no ves ni entiendes.
Doña Paula creía que endiosarse valía tanto como elevar el
pensamiento a las regiones celestes.
-El Arcediano y don Custodio -prosiguió- hicieron anoche
comidilla de la confesata en la tertulia de doña Visitación, esa
tarasca; sí señor, comidilla de la confesata de la otra; y si había
durado dos horas o no había durado dos horas...
El Magistral se santiguó y dijo:
-¿Ya murmuran? ¡Infames!
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Leopoldo Alas, «Clarín»
-Sí, ¡ya, ya!, y por eso hablo yo: porque estas cosas, en tiempo.
¿Te acuerdas de la Brigadiera? ¿Te acuerdas de lo que me dio que
hacer aquella miserable calumnia por ser tú noble y confiadote...?
Fermo, te lo he dicho mil veces; no basta la virtud, es necesario
saber aparentarla.
-Yo desprecio la calumnia, madre.
-Yo no, hijo.
-¿No ve usted cómo a pesar de sus dicharachos yo los piso a
todos?
-Sí, hasta ahora; pero ¿quién responde? Tantas veces va el
cántaro a la fuente... Don Fortunato es una malva, corriente; no es
un Obispo, es un borrego, pero...
-¡Le tengo en un puño!
-Ya lo sé, y yo en otro; pero ya sabes que es ciego cuando se
empeña en una cosa; y si Su Ilustrísima polichinela da otra vez en
la manía de que pueden decir verdad los que te calumnian, estás
perdido.
-Don Fortunato no se mueve sin orden mía.
-No te fíes, es porque te cree infalible; pero el día que le hagan
ver tus escándalos...
-¿Cómo ha de ver eso, madre?
-Bueno, ya me entiendes; creerlos como si los viera; ese día
estamos perdidos; la malva, el polichinela, el borrego será un
tigre, y del Provisorato te echa a la cárcel de corona.
-Madre... está usted exaltada... ve usted visiones.
-Bueno, bueno; yo me entiendo.
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La Regenta
Doña Paula se puso en pie y arrojó la punta del pitillo apurada
y sucia.
Prosiguió:
-No quiero más cartitas; no quiero conferencias en la catedral;
que vaya al sermón la señora Regenta si quiere buenos consejos;
allí hablas para todos los cristianos; que vaya a oírte al sermón y
que me deje en paz.
-¿Conque Glocester...?
-Sí, y don Custodio.
-Y a usted, ¿quién le ha dicho...?
-El Chato.
-¿Campillo?
-El mismo.
-Pero ¿qué han visto? ¿Qué pueden decir esos miserables?
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