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juncos. Nada se movía en aquella gran extensión si se exceptúa una pareja de cuervos, que graznaron con
fuerza desde un risco a nuestras espaldas.
-Usted es un hombre educado: no me diga que da crédito a tonterías como ésa -respondí-. ¿Cuál cree usted
que es la causa de un sonido tan extraño?
-Las ciénagas hacen a veces ruidos extraños. El barro al moverse, o el agua al subir de nivel, o algo
parecido.
-No, no; era la voz de un ser vivo.
-Sí, quizá lo fuera. ¿Ha oído alguna vez mugir a un avetoro?
-No, nunca.
-Es un pájaro poco común; casi extinguido en Inglaterra actualmente, pero todo es posible en el páramo. Sí;
no me sorprendería que acabáramos de oír el grito del último de los avetoros.
-Es la cosa más misteriosa y extraña que he oído en toda mi vida.
-Sí, estamos en un lugar más bien extraño. Mire la falda de esa colina. ¿Qué supone usted que son esas
formaciones?
Toda la empinada pendiente estaba cubierta de grises anillos de piedra, una veintena al menos.
-¿Qué son? ¿Apriscos para las ovejas?
-No; son los hogares de nuestros dignos antepasados. Al hombre prehistórico le gustaba vivir en el páramo,
y como nadie lo ha vuelto a hacer desde entonces, encontramos sus pequeñas construcciones exactamente
como él las dejó. Es el equivalente de las tiendas indias si se les quita el techo. Podrá usted ver incluso el sitio
donde hacían fuego así como el lugar donde dormían, si la curiosidad le empuja a entrar en uno de ellos.
-Se trata, entonces, de toda una ciudad. ¿Cuándo estuvo habitada?
-Se remonta al periodo neolítico, pero se desconocen las fechas.
-¿A qué se dedicaban sus pobladores?
-El ganado pastaba por esas laderas y ellos aprendían a cavar en busca de estaño cuando la espada de bronce
empezaba a desplazar al hacha de piedra. Fíjese en la gran zanja de la colina de enfrente. Esa es su marca.
Sí; encontrará usted cosas muy peculiares en el páramo, doctor Watson. Ah, perdóneme un instante. Es sin
duda un ejemplar de Cyclopides.
Una mosca o mariposilla se había cruzado en nuestro camino y Stapleton se lanzó al instante tras ella con
gran energía y rapidez. Para consternación mía el insecto voló directamente hacia la gran ciénaga, pero mi
acompañante no se detuvo ni un instante, persiguiéndola a saltos de mata en mata, con el cazamariposas en
ristre. Su ropa gris y la manera irregular de avanzar, a saltos y en zigzag, no le diferenciaban mucho de un
gran insecto alado. Contemplaba su carrera con una mezcla de admiración por su extraordinario despliegue de
facultades y de miedo a que perdiera pie en la ciénaga traicionera, cuando oí ruido de pasos y, al volverme, vi
a una mujer que se acercaba hacia mí por el sendero. Procedía de la dirección en la que, gracias al penacho de
humo, sabía ya que estaba localizada la casa Merripit, pero la inclinación del páramo me la había ocultado
hasta que estuvo muy cerca.
No tuve ninguna duda de que se trataba de la señorita Stapleton, puesto que en el páramo no abundan las
damas, y recordaba que alguien la había descrito como muy bella. La mujer que avanzaba en mi dirección lo
era, desde luego, y de una hermosura muy poco corriente. No podía darse mayor contraste entre hermanos,
porque en el caso del naturalista la tonalidad era neutra, con cabello claro y ojos grises, mientras que la
señorita Stapleton era más oscura que ninguna de las morenas que he visto en Inglaterra y además esbelta,
elegante y alta. Su rostro, altivo y de facciones delicadas, era tan regular que hubiera podido parecer frío de no
ser por la boca y los hermosos ojos, oscuros y vehementes. Dada la perfección y elegancia de su vestido,
resultaba, desde luego, una extraña aparición en la solitaria senda del páramo. Seguía con los ojos las
evoluciones de su hermano cuando me di la vuelta, pero inmediatamente apresuró el paso hacia mí. Yo me
había descubierto y me disponía a explicarle mi presencia con unas frases, cuando sus palabras hicieron que
mis pensamientos cambiaran por completo de dirección.
-¡Váyase! -dijo-. Vuelva a Londres inmediatamente. No pude hacer otra cosa que contemplarla, estupefacto.
Sus ojos echaban fuego al mismo tiempo que su pie golpeaba el suelo con impaciencia.
-¿Por qué tendría que marcharme?
-No se lo puedo explicar -hablaba en voz baja y apremiante y con un curioso ceceo en la pronunciación-. [ Pobierz całość w formacie PDF ]

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